MOMENTOS DE CINE ** José Antonio Millán **  

Publicado por: Pandora

MARXISTA CONVENCIDO

La escena se desarrolla en el Gran Teatro de la Ópera de Nueva York, donde una importante compañía se dispone a inaugurar la temporada. Uno de los palcos se ilumina. Se supone que el director de la compañía pronunciará un solemne discurso, pero el hombre, por razones que no vienen al caso, está atado en pijama dentro de un armario. En su lugar se pone de pie un sujeto un tanto estrafalario. Lleva un frac algo grande. Unos anteojos redondos. Y por supuesto, un enorme bigote y unas enormes cejas, que aunque apenas se advierte debido al blanco y negro de la imagen, ni siquiera son postizos, sino que están pintados con maquillaje directamente sobre la piel. El tipo comienza a hablar, ante el espanto de su accidental compañera de palco y mecenas de la compañía:

“Señoras y caballeros (creo que se les podrá llamar así): Inauguramos esta noche una nueva temporada de ópera, temporada que ha sido posible gracias a los cheques de la señora Claypool. Las melodías de la famosa obra de Verdi acariciarán sus oídos esta noche como los cheques de la señora Claypool acarician nuestro bolsillo. Esta noche es el debut en América del tenor Rodolfo Lassparri. El señor Lassparri procede de una famosa familia: Su mamá fue una conocida barítona y su papá el primer hombre que rellenó los macarrones con bicarbonato de sosa, con lo cual causan y curan las indigestiones a la vez. ¡Y ahora, adelante con la ópera!, ¡Que la alegría se desborde!, ¡Que los porteros bailen en el vestíbulo y que todos se emborrachen en los palcos! ” – Y luego, dirigiéndose al indignadísimo director de orquesta añade: “Bartolo, toca”

Como ya habréis adivinado, el impresentable en cuestión no es ni más ni menos que Groucho Marx, y la escena pertenece a la que probablemente sea su mejor película: “Una noche en la ópera”. De Groucho, de los Marx, de su vida y milagros es de lo que me apetecía hablaros este mes.

Los hermanos Marx nacieron en Yorkville, Nueva York, a finales del XIX. Groucho, el pequeño, lo hizo en 1890. Por supuesto, los nombres con los que han pasado a la historia no son sino apodos cómicos, que adoptaron en el ámbito familiar y usaron después durante su carrera. Su padre, Samuel, fue sastre, aunque de esta afirmación discreparían probablemente la totalidad de sus clientes. El bueno de Frenchy – como era conocido – opinaba abiertamente que usar la cinta métrica era cosa de enterradores, y no de un buen sastre. Como consecuencia de esta manía, los Marx se fueron mudando de una zona de Yorkville a otra, a medida que a Frenchy se le agotaban los incautos a los que vestir con sus contrahechos trajes.

Por su parte Minnie Schoenberg, la madre de los angelitos, tuvo que ser un auténtico torbellino. Experta en hacer malabarismos con la economía doméstica, se empeñó además en que sus hijos hicieran carrera en el mundo del espectáculo. Repuso las cuerdas que le faltaban a una vieja arpa que tenían en casa y en la que Harpo (de ahí su sobrenombre) andaba trasteando todo el día. Le pagó clases de piano a Chico, a razón de veinticinco centavos la media hora... aunque lo más complicado de todo esto fue evitar que Chico, que siempre sintió una desmesurada afición por los billares y las apuestas, empeñara el piano, el arpa e incluso la vajilla para conseguir liquidez. También inscribió a Groucho y a Gummo, el quinto hermano, en una escuela de vodevil. El caso es que Minnie no paró hasta conseguir que los pequeños Marx hicieran su debut profesional con una compañía de variedades, que se llevó a los hermanos de gira. Groucho había debutado incluso un poco antes, como cantante solista, cuando tenía tan sólo quince años.

De aquella época han trascendido cientos de anécdotas, la mayoría reseñadas por el propio Groucho en la media docena de libros relativamente autobiográficos que perpetró. Por quedarme con alguna, pondría de ejemplo lo que sucedió durante la estancia de los Marx en la pensión de un pueblo llamado Elizabeth, en New Jersey. Era Navidad, y la compañía con la que trabajaban estaba de gira por los teatros de la zona. La dueña de la casa tenía como norma no aceptar actores entre sus huéspedes, y sólo se avino a ello porque varios de sus clientes fijos, personas muy mayores, habían muerto durante esa semana. Los cuatro hermanos (por aquel entonces Zeppo aún iba con ellos) se las prometían felices. El nivel del alojamiento era un poco por encima de los antros que solían frecuentar, así que la cena de Navidad pintaba bien. Sin embargo, todo empezó a torcerse. La patrona los sentó en una mesa aparte. Trajo un pavo gigantesco y precioso que repartió entre los otros huéspedes. Luego otro empleado trajo una bandeja cubierta. Al destaparla comprobaron que dentro no había más que una enorme y grisácea caballa. Indignados, los Marx se levantaron de la mesa y se fueron echando pestes al teatro, para la función de la noche. Para estupor del público, todos los chistes de esa velada giraron alrededor de un único y desconcertante tema: Una caballa muerta. De regreso a la pensión, aún enfadados y hambrientos, aprovecharon que todo el mundo dormía para ir hasta la nevera y dar buena cuenta de lo que quedaba del pavo. Luego, pusieron la despreciada caballa en la bandeja vacía del pavo e insertaron una nota en su boca (en la de la caballa, se entiende): “La mano negra”.

Creo que toda esa época, en la que la escasez lindaba peligrosamente con la necesidad, marcó la obra fílmica de los Marx. En todas sus películas los hermanos representaban diversos estereotipos de pícaro, sin otro objetivo en la vida más que medrar, estafar, hacer dinero engañando al poderoso, e ir a instalarse como unos intrusos en ese mundo de oropel que les era tan ajeno. No por ambición, sino como una revancha, una lucha de clases. De paso siempre ayudaban a componer alguna pareja en la que Zeppo - menos dotado para la comedia - o algún otro actor, hacían de galán. Cuando finalmente triunfaron, cuando llegaron el dinero, la fama y el estatus que corresponde a una estrella de Hollywood, Groucho siempre se comportó como un polizón en ese mundo, alguien que disfrutaba provocando, sacando los pies del tiesto, poniendo a prueba la tolerancia o las tragaderas de lo más granado de la alta sociedad californiana. Otros, como Chico, se limitaron a seguir cultivando sus aficiones favoritas, en su caso a jugarse hasta la pestañas apostando a todo lo apostable, hasta arruinarse varias veces.

Volviendo al argumento de sus películas, Groucho siempre era el cerebro. Sus personajes - siempre con unos pintorescos nombres compuestos - iban desde el veterinario que se hace pasar por director de una casa de salud a un famoso explorador que ha basado toda su reputación en mentiras, pasando por un político haragán que ve la oportunidad de llegar a presidente. Nunca pudo o quiso esconder lo ridículo que le parecía en realidad el snobismo que le rodeaba, como tampoco ocultó nunca la inclinación que sentía por ese mundo, una paradoja que quedó resumida inmejorablemente en una máxima demoledora del propio Groucho: “Nunca pertenecería a un club que admitiera como socio a alguien como yo.”

Chico siempre interpretaba con acento italiano, y creó un personaje recurrente que consistía básicamente en un trilero, un buscavidas, alguien que se servía de lo que la calle le había enseñado para poder sobrevivir. Y Harpo, creó un personaje memorable. Un ser inocente y salvaje, mudo, que se comunicaba con el mundo usando signos y una bocina, y de cuyos harapos salían los objetos más desconcertantes que se pueda imaginar, desde una barra de pan a sus eternas tijeras, con las que cortaba corbatas, faldones y todo lo que se pusiera a tiro. Harpo Marx recogió influencias de todas las estrellas del recién extinto cine mudo y creó un monstruo de la comedia física, un auténtico “punky” capaz de dinamitar cualquier escena y convertirla en una locura desternillante.

Poco a poco los Marx fueron escalando puestos en el mundillo teatral. Tras triunfar en Broadway con “Cocoanuts”, debutaron en el cine con la Paramount, con la que hicieron varias películas. Pero fue durante su colaboración con la Metro Goldwyn Mayer y el productor Irving G. Thalberg cuando su cine dio un salto cualitativo. Thalberg, rey midas del Hollywood de la época, se esmeró en dotar de una historia, de un guión más o menos lógico, la inconexa sucesión de gags que habían sido hasta ese momento las películas de los Marx. Llegó a tener hasta a una treintena de guionistas trabajando en “Una noche en la ópera”.

De los primeros encuentros con Thalberg procede otra anécdota bestial, buena muestra de cómo eran los Marx, aun alejados de los focos: Thalberg era un hombre muy ocupado. En mitad de una reunión con Groucho, Chico y Harpo fue reclamado en otro sitio, y se marchó, dejando a los hermanos solos en el despacho. El trío mandó al botones a por patatas, encendieron un fuego con troncos en mitad del despacho y, tras desnudarse, empezaron a comer las patatas asadas. Hasta aquí la parte real y contrastada. Luego Groucho se encargaría de difundir que cuando Thalberg volvió le dio tal ataque de risa que telefoneó al botones para que trajera mantequilla para acompañar las patatas. Esta parte nunca fue corroborada ni por Thalberg ni por nadie en su sano juicio.

De la mano de Thalberg y la Metro llegaron “Una noche en la ópera”, “Un día en las carreras”, “Una tarde en el circo”, “Los hermanos Marx en el Oeste”...sumadas a su anterior etapa en Paramount, un total de 14 películas. Como ya he dicho no todas fueron excelentes, hubo alguna incluso mala de solemnidad, y en general los números musicales - un aderezo casi inevitable de las comedias de la época- lastraban mucho el argumento, y ralentizaban el desarrollo. Pero cinco de ellas fueron incluidas en la lista de las 100 mejores comedias del American Film Institute. Después de eso, en los cincuenta, cada uno de los hermanos continuó trabajando por su cuenta en radio, televisión y cine, siendo Groucho el que más éxito cosechó. Pero ya no importaba. Los tres estaban ya mucho más allá de eso. Ya habían pisado el Olimpo. Habían hecho reír a una sociedad que había atravesado, en poco más de treinta años, dos guerras mundiales, el crack de la bolsa del 29 y la Gran Depresión posterior. Los Marx encarnaron como nadie el espíritu de la irreverencia, sus personajes eran cuatro pobretones que ponían los pies en la mesa del poder, se comían su comida, se fumaban sus puros, bailaban con sus mujeres y ridiculizaban despiadadamente a personajes que no eran más que burdas representaciones en la pantalla de los poderes fácticos que en la vida real habían empujado al planeta a una crisis sin precedentes. Ese fue su secreto. Ese y el talento, claro, que es la cosa menos igualitaria del mundo. Se tiene o no se tiene.

Para la historia del espectáculo quedan escenas memorables: Harpo lavándose los pies en el depósito de una máquina de limonada; Chico tendiéndole al sheriff del hipódromo billetes de cinco dólares que Harpo ha sacado a su vez del bolsillo del propio sheriff; Groucho lavándose las manos docenas de veces para retrasar un supuesto reconocimiento médico a Margaret Dumont, a la que había diagnosticado nada más y nada menos que “doble tensión arterial” (al parecer la tenía baja en el lado derecho del cuerpo y alta en el izquierdo), o los tres hermanos a bordo de un tren de vapor enloquecido, destrozando a hachazos los vagones del propio tren para alimentar la locomotora, al grito de “¡Más madera, más madera!”. Tremendas. Tanto que no tiene ninguna gracia enumerarlas, ni es posible ni justo narrarlas. Os dejo el enlace a una de las más populares, la del camarote de “Una noche en la ópera”, y os aconsejo que la veáis al menos un par de veces.

Queda claro que estas cosas hay que verlas, así que voy a ir terminando. Si os han interesado los apuntes biográficos que os he dejado os recomiendo que leáis los libros de Groucho, en especial, “Groucho y yo”, en el que el genial cómico va entrelazando su biografía y la crónica de su carrera con observaciones ácidas y mordaces, en las que retrata el mundo y la época que le tocó vivir.

Sólo añadiré que la sombra de la obra de los Marx es alargadísima. En particular la de Groucho, claro, una de mis debilidades. Su personalidad no sólo ha influido en el modo en el que muchos cómicos posteriores han entendido el humor, sino que su particular filosofía, su irreverencia y carisma lo convirtieron en un símbolo, un icono de la cultura contemporánea. Seguro que allá donde esté se estará desmanganillando de la risa a nuestra costa por este hecho. A mí desde luego me ha hecho reír como nadie. Hace años que soy marxista convencido. Me queda la pena de no haber podido verlo sobre un escenario, entorno que creo que -mucho más que el cine- era su medio natural. He tenido que conformarme con leer sus libros y revisar una y otra vez sus películas, de calidades muy discutibles algunas, pero en las que brillaba siempre el descaro y la picaresca que siempre tuvieron los Marx como grupo, y sobre todo, en el caso de Groucho, la inteligencia y el sentido del humor, dos de las cualidades que más admiro en una persona y que en él convivían en dosis inagotables. Y no hay nada más que decir. Al menos por mi parte, que en adelante debe ser considerada como la primera parte de la parte contratante, o la parte contratante de la primera parte, que por eso no vamos a discutir.

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1 comentarios

Anónimo  

¡Y dos huevos duros!
Jamás el sarcasmo había alcanzado cotas tan altas. Enhorabuena José Antonio, yo también soy Marxista convencido y como no podía ser de otra manera activista por la causa, así que para desayunar que mejor que un café...¡y dos huevos duros!

18 de diciembre de 2010, 11:36

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